REPORTAJE /A diez años de acteal
Hermann Bellinghausen /I

Como hizo desde el 1º de enero de 1994 al ocurrir el levantamiento zapatista,
Al mismo tiempo, decenas de reporteros y articulistas documentaban los ires y venires desde el centro político. Las declaraciones y acciones del gobierno federal, el Congreso, los empresarios,
Alzamiento indígena
En las páginas de este diario se fue registrando un proceso social, político y cultural que con la masacre de Acteal enfrentaría un terrible baño de sangre. Y por donde más dolía: entre hermanos de pueblo. Lo que en 1994 había sido una declaración de guerra y un alzamiento indígena contra el gobierno del país se fue convirtiendo en una “guerra civil” permitida, propiciada, construida, forzada incluso por instancias gubernamentales. Antes de ella, las comunidades rebeldes y las oficialistas convivían en paz. La rebelión de unos no era contra los otros.
Hubo lugares donde la confrontación inducida “prendió”. Con programas sociales, educativos y productivos, con adoctrinamiento y control de la “población leal” al gobierno y al Ejército Mexicano. Primero en el territorio chol de la zona norte, donde la organización priísta Paz y Justicia intensificó desde 1995 una ofensiva contra la población zapatista y la “sociedad civil” de variable filiación perredista. Costaría decenas de muertes, incontables emboscadas, saqueos, violaciones, miles de desplazados. Primero Sabanilla, Tila y Tumbalá. Luego Chilón. A partir de 1997 se expandió a Chenalhó.
Aún duele decirlo, pero la matanza de Acteal pudo evitarse. Las señales eran abundantes y se hicieron públicas de múltiples maneras. Como escribió aquí Fernando Benítez el 27 de diciembre de 1997: “¿Qué más decir, si han sido inútiles los numerosos artículos que he escrito en defensa de los indios, así como los de mis colegas de
Hay que recordar que en los días posteriores a la masacre se realizaron protestas y actos multitudinarios en más de 100 países, la mayor manifestación global hasta entonces, antes de las grandes movilizaciones internacionales contra la globalización y la guerra imperial. Se demandaba justicia al gobierno mexicano, y un alto a la guerra de baja intensidad, que oficialmente no existía. De hecho, nunca ha “existido”. Como jamás existieron oficialmente grupos paramilitares. Ni entonces ni ahora. No obstante, han pisado la cárcel con diversa fortuna miembros y dirigentes de Paz y Justicia, los Chinchulines, el “grupo de autodefensa” de Chenalhó, y más recientemente
Todos tienen en común ser priístas o de partidos afines, y vinculados in situ con el Ejército, pero ninguno ha sido sentenciado como paramilitar. Sólo los procesados por los hechos de Acteal pagan cárcel por participar en acciones armadas contra otros indígenas. Y esto, porque llegaron demasiado lejos y fueron capturados casi con las manos en la masa. El escándalo mundial fue inmenso, alguien tenía que pagar. Como siempre que las cosas se le complicaban al gobierno, alguien serviría de fusible. Acteal “costó” mucho: un secretario de Gobernación, un comisionado para la paz del gobierno federal, un gobernador y sus colaboradores; fueron procesados un general retirado (director de la policía auxiliar y coordinador de asesores de Seguridad Pública del estado), algunos mandos policiacos y decenas de indígenas “autoarmados”. Allí se cortaba la correa de transmisión. Antes de irse, el titular de Gobernación, Emilio Chuayffet, alcanzó a remachar: “No se puede culpar al gobierno, ni siquiera por omisión”. El Ejecutivo y el PRI se deslindaron, condenaron enérgicamente la violencia, abrieron (y cerraron) investigaciones, y siguieron tan campantes.
Vayamos un poco más atrás. Desde 1995 el gobierno de Ernesto Zedillo fue extendiendo en la entonces llamada “zona de conflicto” el fenómeno de la paramilitarización de comunidades, simétrica a la masiva ocupación militar decretada el 8 de febrero de ese año, cuando el gobierno salió a la caza de la comandancia zapatista, lanzó una ofensiva de tropas en la selva Lacandona, la zona norte y los Altos, y prácticamente ocupó las comunidades.
Con ello, el Ejecutivo quebrantaba su palabra, una oferta de diálogo hecha al EZLN poco antes de la ofensiva, mediante el secretario de Gobernación, Esteban Moctezuma, y la subsecretaria Beatriz Paredes. Ese encuentro abortado quiso funcionar como carnada para capturar a la comandancia rebelde. Desde entonces, los zapatistas llaman a aquello “la traición de Zedillo”. No sería la única. Otra más cancelaría las negociaciones de paz (que no se han vuelto a concretar) al incumplir los acuerdos de San Andrés, firmados en febrero de 1996 por los representantes del gobierno federal y directamente aprobados por el secretario Chuayffet. Su antecesor Moctezuma había dejado el cargo un año atrás, a raíz de su “negociación” desfondada por el propio presidente.
Se fueron sucediendo episodios diversos, algunos de envergadura. Los gobernadores priístas de Chiapas caían uno tras otro, antes y después de las elecciones de 1995, oficialmente “ganadas” por el candidato del PRI, Eduardo Robledo Rincón, en un ambiente de fraude e imposición. El presunto perdedor, Amado Avendaño, tras sobrevivir a un atentado que lo dejó en silla de ruedas varios meses, se convirtió en “gobernador en rebeldía” con el apoyo del PRD, las organizaciones independientes, la sociedad civil y el EZLN. Robledo dejaría el cargo en pocas semanas, y lo sustituyó Julio César Ruiz Ferro, ex funcionario federal que desconocía por completo la entidad. Su mandato, que culminó abruptamente con la matanza de Acteal, fue pasivo y obediente a una política trazada desde arriba.
El verdadero “gobierno” de Chiapas lo ejercía el Ejército; la administración ruizferrista colaboraba o dejaba hacer. Como jefe militar en la zona de conflicto fungía desde 1995 el general Mario Renán Castillo Fernández, quien así llegó a ser un “jefe de ejércitos”, algo que hasta entonces sólo podía ser el secretario de Defensa Nacional, a la sazón el general Enrique Cervantes Aguirre. Remplazado por el general José Gómez Salazar, Renán Castillo dejaría el cargo el 16 de noviembre de
Mes y medio antes de la tragedia, los investigadores Andrés Aubry y Angélica Inda recapitulaban: “La colaboración de los políticos con la ‘guerra irregular’, mexicanización semántica del conflicto de baja intensidad, hace resurgir ante nuestros ojos un nuevo actor, el paramilitar”.
Aubry e Inda señalaban (
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